El Poder está desnudo
- Camilo Feres
- Consultor en Estrategia y AA.PP.
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- El estallido del caso Caval clausuró de golpe la autonomía política
de la que gozó el Gobierno durante todo su primer año. Eso que lo que ni
la oposición, ni la DC, ni los gremios, ni los errores no forzados del
Gabinete pudieron conseguir, lo logró el primogénito de la Mandataria en
un solo acto: hacer tambalear la agenda programática del Ejecutivo.
No debemos olvidar que el acuerdo programático de la coalición de
Gobierno fue, hasta hace muy poco, el eje de la acción política del
Ejecutivo y el único vector del oficialismo. Era el máximo común para
algunos y el mínimo aceptable para otros y, ratificado en más de una
oportunidad por la Presidenta como intransable, se consolidó como el
guión absoluto de su administración.
En suma, Bachelet había decidido que su programa de Gobierno y el
cumplimiento de éste serían el legado político de su segundo mandato. A
través de éste cristalizaría su visión de las transformaciones que el
país demandaba y sentaría las bases para la apertura de un nuevo ciclo
político. Pero estalló “Caval”. Y con ello, la endogámica relación del
poder –graficada en el tránsito desregulado entre política y dinero–
entró a la agenda del Gobierno sin que nadie de Palacio la invitara.
Siendo justos, lo que Cortés Terzi llamaba “el circuito
extrainstitucional del poder” venía siendo cuestionado, en mayor o menor
grado, desde hacía mucho tiempo y desde diversas trincheras. Algo de
eso hay en las demandas estudiantiles organizadas y, por cierto, en el
debate sobre la Asamblea Constituyente. Sin embargo, la problemática
inclusión del tema constitucional en el actual Gobierno evidencia,
precisamente, lo inacabado del procesamiento político del debate sobre
el poder y sus prácticas.
Alcanzada la única figura que se mantenía al margen del
cuestionamiento transversal a las élites por las esquirlas de una trama
que llegó hasta su propia familia, la irrupción del debate sobre el
poder, su constitución e institucionalización, es hoy una realidad
ineludible. La política y el Gobierno deberán adaptarse a esta nueva
situación e intentar ser parte de un proceso que se llevará consigo
buena parte de las prácticas que hasta hace poco eran consideradas
normales y que están en la base de las formas a través de las cuales se
ha consolidado y reproducido la élite del Chile postdictatorial.
En este escenario, el Gobierno es solo un actor más. Poner al poder
en el centro del debate implica reconocer su actual dispersión y
disgregación y obliga a las instituciones –a las que Lagos solía elogiar
su funcionamiento– a abrirse a la participación de sectores, figuras y
grupos con poder emergente y aún no instituido.
De esto deriva una serie de consecuencias prácticas para el
Ejecutivo. Por lo pronto, lo conmina a compartir la agenda con el resto
de los actores políticos y sociales, incluidos los fiscales y
tribunales. Esta pérdida de centralidad difícilmente no se traducirá en
una merma de poder real y ello, probablemente, derive en una mayor
dilación y complejidad en la tramitación de proyectos en el Congreso.
En lo simbólico, en tanto, que la familia de la propia Presidenta
esté involucrada en un caso que ejemplifica la existencia y operación de
lo que Mascareño llamó “redes de estratificación y reciprocidad”, a
través de las cuales se disemina extrapolíticamente el poder, configura
un escenario en el cual es impensable intentar proyectar un nuevo ciclo
sin antes hacerse cargo de deconstruir los resabios del ciclo anterior.
Es decir, las aspiraciones de Bachelet de ser la primera Presidenta del
nuevo Chile se ven obstruidas por aparecer ella misma como parte del
país que propone dejar atrás.
Este hecho impone una triple tensión a su Gobierno: la administración
de la actual crisis y su impacto institucional; la respuesta ante las
esquirlas de esta crisis en la figura de la propia Mandataria; y la
construcción creíble y sostenible de un relato –y un rostro– de futuro
que provea un cauce a la conversación que se ha abierto, no ‘desde’ sino
a contrapelo de su proyecto político.
La novedad, sin embargo, es que la realidad ha despojado al programa
de Bachelet de toda centralidad en el debate sobre el futuro y ha dejado
su cumplimiento más como una obligación que como un logro. Al lado de
ello, las tareas de las que nadie quería ocuparse y hoy no hay más
remedio que enfrentar, ocuparán mucha energía y tiempo de Gobierno, en
un contexto de legitimidad y popularidad erosionada. Con esto, la
plataforma política de la Presidenta diluye su potencial de futuro y se
abre, anticipadamente, la competencia por clavar las banderas que darán
sustento a las nuevas disputas políticas.
De aquí al pato cojo hay solo un paso. Por eso, aun cuando la
vorágine de la contingencia pareciera haber disipado la urgencia por un
ajuste gubernamental, las nuevas condiciones políticas lo hacen aún más
necesario. El equipo político del Gobierno no puede estar solo al
servicio de un programa ya escrito, sino que debe reforzarse para lograr
cerrar el ciclo que se extingue y abrir el ciclo que comienza,
asumiendo que la figura que encarnaba la principal fortaleza del
Gobierno y de la coalición ya no es suficiente para los tiempos que
corren.
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