De Mr. North a Ponce Lerou: 130 años aceitando a los políticos
- Eduardo Labarca
- Autor de la novela Lanza internacional
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- La minería chilena no metálica –salitre, yodo, litio– tiene una
historia de corrupción y sangre. Corrupción, porque los empresarios
salitreros sucesivos ‒británicos, estadounidenses, chilenos‒ siempre han
tenido una caja negra para sobornar a políticos, cosa que el caso SQM
ha vuelto a demostrar. Sangre, porque la Guerra del Pacífico (alrededor
de 10.000 soldados chilenos muertos) fue una guerra salitrera; porque la
Guerra Civil de 1891 (más de 5.000 muertos) fue salitrera; porque las
masacres de comienzos del siglo XX (Escuela Santa María, alrededor de
3.000 muertos; Marusia, 500; San Gregorio, 100; La Coruña, 2.000
muertos) se realizaron en las salitreras, donde se hallaba la mayor
concentración obrera de Sudamérica; porque los militares golpistas de
1973 asesinaron a trabajadores salitreros y convirtieron varios pueblos
salitreros (Pisagua, Chacabuco) en campos de concentración y muerte;
porque la privatización del salitre y su “adquisición” por Ponce Lerou
se realizaron al amparo de la represión militar dirigida por su ex
suegro Pinochet.
En la Guerra del Pacífico, Chile conquistó 180 mil kilómetros
cuadrados con las únicas reservas mundiales de salitre, el fertilizante
que se usaba universalmente. Al término de la guerra, hace 130 años, el
inglés John Thomas North, antiguo calderero en la Oficina Santa Rita,
adquirió por el 10% o 15% de su valor, los certificados con que el Perú
había pagado las salitreras a sus dueños al nacionalizarlas.
Inclinándose ante los especuladores, el gobierno chileno entregó las
salitreras a los tenedores de los bonos peruanos, y North, que había
realizado la compra con dinero prestado por los bancos chilenos, emergió
como el Rey del Salitre. Instalado a todo lujo en Inglaterra, se
convirtió en uno de los magnates más poderosos y extravagantes de la
City de Londres y el más rico de Chile.
Cuando el presidente José Manuel Balmaceda quiso que las salitreras
pasaran a empresarios chilenos, North viajó a Chile con gran pompa y se
abocó a derramar dinero entre abogados, parlamentarios y ministros para
asegurarse la intangibilidad de sus negocios consistentes en una decena
de explotaciones salitreras, ferrocarriles, la redes de agua, transporte
marítimo, un banco… Entre los beneficiados con los fondos que North,
como hará Ponce Lerou, derramaba en forma transversal, se contaban
“respetables caballeros” chilenos: el parlamentario y ministro liberal
Julio Zegers y el jefe de ese partido Eulogio Altamirano; el dirigente
radical y varias veces ministro Enrique Mac Iver; Carlos Walker
Martínez, líder conservador, y una docena de otros personajes.
Al estallar la guerra civil contra Balmaceda, el llamado “dinero
inglés” y los préstamos del Banco Edwards fluyeron a raudales hacia los
insurrectos del Congreso y la Junta de Iquique. Tras la muerte de
Balmaceda, el nuevo gobierno anuló las medidas que afectaban a los
negocios de North y devolvió a los bancos, con sus intereses, los
aportes que habían hecho a los “revolucionarios”. Una investigación
iniciada en Londres por accionistas británicos destapó el escándalo de
un fondo de soborno y corrupción creado por North, que incluía el pago a
los miembros de un “sindicato secreto de diputados” en Santiago, para
asegurarse el monopolio del transporte a favor de la Compañía del
Ferrocarril Salitrero, de su propiedad.
Al término de la Primera Guerra Mundial, el nitrato sintético, más
barato que el salitre natural, invadió los mercados y la industria entró
en crisis. Por entonces Estados Unidos había desplazado a Gran Bretaña
como potencia capitalista y, tal como North y los ingleses habían
comprado a precio vil los certificados peruanos, esta vez fueron
especuladores norteamericanos quienes compraron a precio de liquidación
las oficinas salitreras en quiebra. El dictador Carlos Ibáñez del Campo,
proclive a EE.UU., creó la Compañía de Salitres de Chile, Cosach,
formada por el Estado y los productores privados, encabezados por el
grupo norteamericano de los hermanos Guggenheim.
Miguel Labarca (padre del autor de esta nota), presidente del consejo
y gerente general de Soquimich durante el gobierno de Salvador Allende,
en un libro póstumo escrito en el exilio (Allende en persona,
CESOC, Santiago, 2008), describe la forma en que los Guggenheim, como
antes había hecho el coronel North, aceitaron a uno de los “caballeros”
más prestigiosos del país: “En la constitución de la primera empresa
mixta entre el Estado chileno y los Guggenheim, intervino en forma
decisiva don Agustín Edwards Mac Clure, que había sido embajador de
Chile en Londres y que incluso había presidido la Sociedad de Naciones.
Don Agustín puso toda su influencia al servicio de los Guggenheim,
quienes le pagaron bajo la mesa una comisión del 2,5 por ciento, que
sumaba 960.000 dólares al valor de 1924. Esa cantidad, enorme para la época, pasó a constituir uno de los fundamentos de la fortuna moderna de la familia Edwards”.
Un escándalo parecido al de los certificados peruanos fue el negociado de los “debentures”. Escribe Miguel Labarca: “Para financiarse, la Cosach emitió bonos o debentures que
colocó en el mercado internacional. La operación fue esencialmente
fraudulenta, pues los bonos se referían a una empresa que se encontraba
en falencia desde la partida. Los Guggenheim conocían perfectamente la
realidad y gracias a las gestiones de Agustín Edwards consiguieron que
el Estado chileno garantizara los debentures, asumiendo todo el
peso de la crisis. La asfixia de la empresa no tardó en llegar y el
Estado hubo de buscar una nueva estructura para el negocio. Así se creó
la Corporación de Ventas de Salitre y Yodo (Covensa), que siguió bajo la
influencia decisiva de los Guggenheim, dueños de la Anglo Lautaro,
principal empresa del sector. Durante 35 años la Covensa ejerció el
estanco del salitre y sus subproductos –yodo, sulfato– y se esforzó en
rescatar los debentures de la fenecida Cosach. Esos bonos
habían sido adquiridos a bajo precio por terceros, a quienes Chile se
los compró a la par. Todas estas operaciones financieras fueron
controladas por el grupo Guggenheim, al que reportaron suculentas
utilidades”.
Los detalles de las cajas secretas y los sobornos que pagaban a
“distinguidos” políticos chilenos las empresas británicas y
estadounidenses que sucesivamente se adueñaron del salitre se mantenían
ocultos de la vista de los chilenos. Fue preciso que los accionistas
minoritarios y los tribunales investigaran en Londres las actuaciones
fraudulentas que North realizaba en nuestro país, para que se destapara
el escándalo y se revelaran los nombres de los chilenos que estaban a
su servicio. Asimismo, los pormenores del flujo del dinero salitrero y
del apoyo del gobierno y la Marina de Su Majestad hacia los sublevados
contra Balmaceda, vinieron a conocerse en Chile solo a mediados del
siglo pasado, gracias a las investigaciones que realizó en Londres en
los archivos del Reino Unido el historiador chileno Hernán Ramírez
Necochea.
En el caso del estipendio millonario que los Guggenheim pagaban a Agustín Edwards Mac Clure, “estadista” y fundador de El Mercurio de
Santiago, fue también en la metrópoli capitalista donde un chileno,
Miguel Labarca, veinte años después de la muerte del venal abuelo del
actual magnate Agustín Edwards Eastman, descubrió la verdad. Labarca
escribe: “Los detalles más oscuros de la operación, gravemente lesiva
para Chile, se desconocían en nuestro país hasta que yo descubrí en
Estados Unidos y traje a Chile en los años 60 un documentado libro de
Harvey O’Connor: The Guggenheims: the making of an American dynasty (Editorial Covici, Friede, Nueva York, 1937)”.
En la página 419 de ese libro se revelan los pormenores de la
relación clandestina de Edwards con los Guggenheim. Del mismo modo, años
más tarde, la contribución financiera de EE.UU. a la campaña contra
Allende y la subvención norteamericana al diario El Mercurio,
así como el desayuno de su dueño, Agustín Edwards Eastman, con Henry
Kissinger y su reunión con Richard Helms, director de la CIA, para pedir
apoyo a un golpe en Chile diez días después del triunfo de Allende,
solo se conocerán gracias al Informe Church, del Senado de EE.UU., y a
la desclasificación de documento en ese país.
Miguel Labarca recuerda la labor que le correspondió a la cabeza de
la sociedad salitrera cuando fue nombrado por Salvador Allende: “El
Directorio de Soquimich no funcionaba por abandono de la parte
norteamericana. De inmediato hice frente a la tarea número uno:
nacionalizar la industria, que desde hacía meses se mantenía en
funcionamiento solo merced al concurso económico de la Corfo, ya que el
socio Guggenheim Brothers se había negado a todo aporte financiero
sabiendo que el gobierno demócrata cristiano no podía permitir que
Soquimich cayera en falencia por la ruina que ello acarrearía para el
Norte Grande. La misión inmediata que me impuse no resultaba fácil. Los
norteamericanos, habituados a explotar a Chile, sabían que su posición
era fuerte y captaban que el Gobierno Popular debía buscar la
nacionalización como única fórmula para no cerrar, aunque desde un punto
de vista estrictamente comercial las acciones norteamericanas,
representativas del 75% del capital, no valían nada. Los debentures de
la Soquimich que se hallaban en manos del grupo norteamericano estaban
en parte vencidos, por lo que nuestro país adeudaba a los Guggenheim dos
millones de dólares que el grupo estadounidense podía cobrar legalmente
en cualquier momento. La nacionalización fue resultado de arduas
negociaciones, en las que el gerente general de la Corfo, Darío Pavez, y
yo defendimos los intereses de Chile como fieras a pesar de lo difícil
de nuestra posición. Exigí que, a diferencia de las anteriores, la
negociación, que requirió algún tiempo, se desarrollara en Chile, en
Santiago. En mayo de 1972 llegamos finalmente a un acuerdo con el grupo
norteamericano. Se rescataron los debentures, la Corfo adquirió
el total de las acciones de la empresa y se anularon una serie de
gravámenes menores mediante el pago de 7 millones 885.590 dólares en dos
cuotas anuales. La industria del salitre se salvó y pudo seguir
funcionando”.
Lo que vino después se ha ventilado públicamente en las últimas
semanas. Al igual que el coronel North y los hermanos Guggenheim, Julio
Ponce Lerou, ingeniero forestal que al momento de la muerte de Allende
trabajaba en un aserradero en Panamá, supo aprovechar la coyuntura del
golpe militar encabezado por su suegro Augusto Pinochet y la
privatización de las empresas estatales, para apoderarse mediante
oscuras maniobras y a un precio ridículo de la Soquimich que Allende
había nacionalizado. Al igual que en el siglo XIX y el siglo XX, el
dinero del salitre, al que se agregó el litio, volvió a chorrear hacia
los políticos de diversos partidos, esta vez bajo la forma de boletas
ficticias, y del mismo modo que en aquellos tiempos, los accionistas
minoritarios y los socios extranjeros han luchado para descubrir la
verdad. El tema está actualmente en manos de los fiscales chilenos y de
un desganado Servicio de Impuestos Internos. Ponce Lerou, uno de los
hombres más ricos de Chile, ha debido ceder la presidencia de SQM, sin
dejar por ello de controlar la empresa, el mayor consorcio de minería no
metálica del mundo.
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