Debate enrarecido, reformas y revolución
- Gonzalo Martner
- académico de la Universidad de Santiago y miembro de la Fundación Chile 21
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- El gran empresariado ideologizado sigue en su ofensiva contra las
reformas del gobierno. La nueva frase del día en la Sofofa es la
denuncia de un “clima antiempresarial”, que en verdad no se observa por
ningún lado, en todo caso no en algún actor político o social relevante.
Que se ponga coto a la deriva ultraprivatista en educación (como
propone el movimiento estudiantil) o que se busque fortalecer la
negociación colectiva (como propone la CUT), y que el gobierno de la
Nueva Mayoría se plantee reformar la legislación en estas materias, no
son más que debates y acciones propios de una sociedad abierta y
democrática. Como también lo es que se discuta cómo dotar al país –para
que a todos nos incluya– de un nuevo marco institucional legítimo por
primera vez en su historia, que entre otras cosas otorgue un rol a la
empresa para que contribuya a la prosperidad colectiva, pero también,
muy primordialmente, consagre los derechos que se merecen los ciudadanos
por el solo hecho de serlo.
Desde el ángulo opositor se han escuchado además afirmaciones de
trazo bastante grueso, como las de un ex presidente de la UDI el 21 de
octubre, para quien el proyecto inicial de reforma educacional consagra
“la reforma de las cuatro E: estatiza la educación particular
subvencionada, estanca la educación pública, elimina la libertad
educacional y engaña a padres y apoderados”. El primer proyecto de la
reforma educacional aprobado por la Cámara de Diputados no elimina la
libertad de enseñanza en la educación escolar, se siguen financiando
establecimientos privados sin fines de lucro y no se les exige otros
objetivos que los que la actual Ley General de Educación establece. No
elimina la libertad de elegir de los padres, termina con las
discriminaciones de diverso tipo y establece opciones equitativas de
ingreso a los establecimientos con demanda superior a la matrícula
existente. El proyecto termina con el lucro en la educación escolar
subvencionada, objetivo claramente incluido en su campaña por la
Presidenta en ejercicio por voluntad más que mayoritaria de los
ciudadanos, pero establece una remuneración razonable de los
administradores de los establecimientos privados que reciben aportes
públicos. Es decir, francamente nada que ver con lo afirmado por los
voceros de la UDI.
Una versión opositora a las reformas con afanes más sofisticados la
provee también la Sofofa: “Las vacilaciones en momentos previos a cruzar
el umbral del desarrollo han causado, en muchos casos, una profunda
crisis de confianza. Y algunos, estando al borde del desarrollo, han
dejado que la incertidumbre los abrume y han renunciado, consciente o
inconscientemente, a seguir avanzando y han vuelto por años a las garras
del subdesarrollo”. Desarrollar esta narrativa está en el borde del
ridículo: ¿cuáles son esos muchos casos en que se vuelve a las garras
del subdesarrollo por no se sabe qué incertidumbres? La “trampa de los
ingresos medios“, como se conoce en la literatura económica el tema, en
realidad apunta a que los países que avanzan desde etapas iniciales de
pobreza, con competitividad basada en salarios bajos y recursos
naturales abundantes, a una mejor situación de ingresos promedio deben
luego avanzar en reformas que les permitan fortalecer la productividad,
mejorar la infraestructura y avanzar en innovación y complejización de
las cadenas de valor, tareas todas en las que la misma literatura les
reconoce un rol importante al gobierno y a las políticas públicas. Esto
es lo que la segunda Presidencia de Michelle Bachelet está precisamente
abordando…
Un viaje de estudio a Corea del Sur o haberse sumado al que se hizo a
Finlandia le haría bien a la Sofofa. Podría así ampliar su confianza en
que a los países innovadores menos desiguales y menos sometidos al
poder económico concentrado les va mucho mejor y que la democracia –que
incluye que mucha gente opine distinto de los grandes empresarios sin
que por eso sean antiempresa– es una buena cosa para el desarrollo.
El gobierno no debe dejarse amedrentar por lo dicho en las comidas de
gremios de empresarios politizados (¿es necesario que las autoridades
asistan a estos eventos no siempre signados por la buena educación?). Ni
retroceder en su voluntad de reforma, porque está en juego un mejor
futuro para el país. Ni pedir perdón, como a veces queda la sensación
por parte de algunos ministros, por abordar los nudos de la desigualdad y
del deterioro ambiental que son inaceptables en Chile.
También está en juego la supervivencia política de la coalición
gobernante. Véase Obama: su actitud de búsqueda de consensos con
opositores irredentos termina siendo interpretada como debilidad, y
castigada por los electores, que no rechazan los acuerdos que avanzan,
pero sobre todo quieren gobiernos efectivos, con ideas claras en sus
luchas y mensajes políticos y que provean seguridad en sus propósitos y
realizaciones y en la identificación de los responsables que impiden
avanzar.
En este dominio también se observa un clima enrarecido. Un ex
presidente del PDC incluso teoriza la cuestión del siguiente modo: en la
actual coalición estaría en juego un dilema entre “reformistas” y
revolucionarios”. De nuevo afirmaciones extemporáneas. No se conoce en
la Nueva Mayoría defensores de una opción revolucionaria, sino de
políticas que apuntan a disminuir las desigualdades vía nuevos derechos
sociales a lo OCDE, política industrial activa, cambios regulatorios,
tributarios y de prioridades de gasto público. Este enfoque de raigambre
socialcristiana y socialdemócrata enfrenta una tenaz oposición interna
de tipo neoliberal, que se acomoda sin demasiados problemas con el
Estado mínimo y el mercado máximo y que prefiere una economía apenas
regulada y con bajos impuestos a las altas rentas, un derecho laboral
laxo y sistemas con predominio privado en infraestructura, educación,
salud y pensiones. Y que naturalmente encuentra detractores reformistas o
transformadores, que no tiene sentido descalificar como
revolucionarios, porque en rigor no lo son, en tanto encaminan su acción
en las reglas de la democracia institucional.
Revolucionarios fueron los que desde los años sesenta enarbolaron
banderas de cambio radical, que consideraban que no podían ser
contenidas por una democracia liberal de índole excluyente y
oligárquica. Recientemente se conmemoraron precisamente 40 años de la
muerte en combate de quien mejor expresó esa opción en Chile: Miguel
Enríquez. En efecto, un 5 de octubre hace cuatro décadas moría con las
armas en la mano el médico Enríquez, a los treinta de edad, luego de
haber dirigido por seis al Movimiento de Izquierda Revolucionaria y de
mantenerse clandestino por uno como el hombre más buscado por la
dictadura entronizada a sangre y fuego en septiembre de 1973. En mi
opinión, esa fecha simboliza la caída del sueño revolucionario
voluntarista que una generación, en la que me incluí siendo joven,
abrazó en Chile.
Sobre Enríquez existen dos caricaturas: la del radical irresponsable
que, para aquella parte irremediablemente tanática y criminalmente
fanática de la sociedad chilena, fue simplemente bien asesinado por las
balas de la DINA, o bien la del valiente y consecuente que murió en su
ley, sin consideración de sus opciones políticas y su necesario balance.
Miguel Enríquez encarnó una parte de las dinámicas de una época y,
con la perspectiva histórica, no la peor. Fue uno de los que hizo suyo
un sueño de cambio revolucionario inmerso en los impulsos de los años
sesenta y sus rupturas libertarias, de la revolución cubana y la gesta
latinoamericana guevarista, del mayo del 68 francés, de la reacción
antiautoritaria luego de la invasión soviética a Checoslovaquia, del
rock y su nueva estética. Y también de la dinámica de cambios que
recorrió a una sociedad chilena inmersa gravemente en la desigualdad y
la pobreza, dominada por oligarquías agrarias retrógradas y burguesías
urbanas rentistas. Jorge Ahumada en los años cincuenta resumió muy bien
el diagnóstico y el desafío: había que construir un nuevo Chile “en vez
de la miseria”.
Enríquez tuvo razón histórica al señalar que los intentos de
desplazar del poder a la oligarquía tradicional y nacionalizar los
recursos naturales, si se llevaban hasta sus últimas consecuencias,
provocarían reacciones internas, las de los afectados, y externas, las
de Estados Unidos en la época de la Guerra Fría, que culminarían en el
fin de la democracia y una dictadura militar, como ya había ocurrido en
Brasil. Es decir, en un trágico callejón sin salida. Menos razón tuvo en
desarrollar una estrategia autónoma de acumulación de fuerzas
rupturistas conducida por un nueva vanguardia de cuadros
revolucionarios, aunque había buenos fundamentos para el rechazo a lo
que entendía era una DC comprometida con Estados Unidos en la Guerra
Fría y a una dirigencia de la izquierda que pensaba, en su rama
socialista, que no tenía real voluntad de impulsar cambios, aunque
siempre respetó a Allende, o bien, en su rama comunista, se subordinaba a
la URSS. La nueva fuerza revolucionaria debía convocar bajo su férrea
conducción no sólo a la clase obrera tradicional sino también a los que
llamaba “los pobres del campo y la ciudad”. El gobierno de Frei cometió
el error de empujar al MIR a la clandestinidad y éste el error de
realizar acciones armadas propagandístiscas y de financiamiento, aunque
nunca atentados a personas, en un país que por el contrario necesitaba
fortalecer una democracia cada vez menos oligárquica y más amenazada por
la oligarquía.
Un visionario, que por entonces se retiraba de la política, Eugenio
González Rojas, había planteado en 1947 que el socialismo debía ser
revolucionario por sus fines y democrático por sus métodos, y que los
métodos debían escogerse para nunca desnaturalizar los fines
emancipatorios perseguidos. Y había propuesto en 1958 no someterse a la
Guerra Fría y convocar a las fuerzas que pusieron a la derecha en franca
minoría y representaron Frei, Allende y Bossay en la, en ese entonces,
reciente elección presidencial, que estuvo muy cerca de dar el triunfo a
Allende. Planteó la necesidad de la convergencia de las que denominó
“fuerzas de avanzada social”, aquellas que se dividieron, fracturaron y
compitieron entre sí en medio de la ley de hierro de la Guerra Fría
global, y no supieron acometer su tarea histórica de darle continuidad y
coherencia democrática a la demanda de reformas de la sociedad chilena
ni mantener a raya el poder de la derecha y los intereses oligárquicos
que representaba.
Miguel Enríquez, Luciano Cruz y su equipo de jóvenes revolucionarios
no se dieron cuenta de que la demanda por cambio social se encaminaba en
realidad al triunfo en las urnas de Salvador Allende y su coalición y
no a la expansión de la lucha social con componentes armados que
desbordaría y desmontaría las instituciones obsoletas y construiría una
democracia de base.
La democracia representativa era la que debía, por el contrario, ser
definida como el continente necesario e irrenunciable del cambio
socialista, complementada, eso sí, por formas de democracia directa.
Enríquez se adaptó en 1970, se puso al servicio de la seguridad personal
de Allende y mantuvo un diálogo permanente con él, insistiéndole en que
debía acumular fuerza social –el “poder popular”– y en el mundo de los
soldados de las Fuerzas Armadas mediante un programa radical y la
neutralización del golpismo militar en el generalato. Entendía que se
lograría así resolver favorablemente un quiebre de la democracia que la
alianza Nixon-DC freista-derecha provocaría ineluctablemente. Allende
prefirió avanzar en su programa sin hacerlo más radical, que de suyo lo
era ampliamente, y buscó entenderse con la jerarquía militar, sin
intervenirla, siguiendo invariablemente las tradiciones republicanas, a
riesgo de dejar crecer la conspiración y privilegiando por sobre todo
evitar una guerra civil. Trabajó incansablemente para construir una
salida política y obtener un acuerdo con la DC, sin lograrlo,
especialmente por la intransigencia e incredulidad de Frei. En todo
caso, Enríquez se negó, en las ocasiones en que pudo hacerlo –según los
testimonios directos existentes– a sustraer armas desde regimientos y no
boicoteó el diseño de Allende de buscar una salida democrática a la
crisis mediante un plebiscito que sería anunciado el 11 de septiembre de
1973. Estaba informado de su anuncio por el Presidente, por lo cual
había desactivado la alerta antigolpista del MIR. Combatió como pudo el
11 de septiembre, con muy poco, y de nuevo se puso a disposición de
Allende. Pero ya la tragedia se había desencadenado.
Luego del golpe, Enríquez jugó –a pesar de la opinión de sus
compañeros de la dirección del MIR– lo que entendía debía ser su rol:
quien había empujado la opción revolucionaria debía permanecer
personalmente resistiendo en Chile, poniéndose al frente de su gente en
la tradición de la FAI de Buenaventura Durruti y de la guerrilla de
Ernesto Guevara. Este fue un error respetable en su inspiración de
consecuencia ejemplar, pero políticamente inconducente y que no
contribuyó a sortear la masacre de centenares de sus compañeros en las
peores condiciones que había decidido realizar, sin tasa ni medida, la
dictadura de Pinochet, y se expuso con arrojo a su propia digna muerte.
A la generación a la que le tocó retomar las diezmadas banderas de la
izquierda, nos influyó este trágico desenlace. El balance temprano de
unos cuantos, entre los que me cuento, fue el de retomar el enfoque de
Eugenio González. Nos propusimos, con éxito, reunificar a las “fuerzas
de avanzada social”, afianzar una lucha social y política contra la
dictadura y no una lucha militar legítima pero inconducente y que
prefiguraría, en el caso de remota probabilidad de triunfar, lógicas
militaristas y autoritarias que nada bueno augurarían para la
construcción de un socialismo democrático y libertario, como nos
enseñaba la experiencia histórica de varias revoluciones radicales y, en
la época, la de los Khmers Rojos en Camboya. Se llegó así, después de
un largo, doloroso y complejo proceso, a otro 5 de octubre, el de 1988, y
a las luces y sombras de la nueva etapa que se abrió en la historia de
Chile y que sigue en curso con retrocesos y avances y recientemente con
renovadas potencialidades para el cambio social.
Las fuerzas representadas en la Nueva Mayoría que no le gustan al
mencionado ex presidente del PDC son parte de ese enfoque y no del
enfoque revolucionario voluntarista, que ya no tiene expresión política
sustantiva en Chile y, en todo caso, no forman parte de la coalición de
gobierno. Pero las diversas fuerzas progresistas sí se proponen, con
mayor o menor consistencia e insistencia, lograr un nuevo proceso
constituyente para lograr cambios en la estructura social e
institucional, es decir, una democracia social, participativa y
libertaria, objetivos transformadores que son los que en realidad
suscitan las resistencias de allá y acá que han sido objeto de este
comentario.
Se puede conjeturar que el mencionado ex presidente del PDC se
propone con sus distinciones volver a la idea de “coalición chica”, que
agrupe a un PDC sin progresismo y aliada a algo de izquierda, pero
subordinada. Para esa tarea en la izquierda, desgraciadamente, no faltan
candidatos, aunque sea explicable, dado que representa al mundo de los
subordinados en todas sus variantes. Incluyendo algunos que quedan bien
reflejados en la descripción, que acabo de leer, de Mitch McConnell,
nuevo jefe de la mayoría republicana en el Senado de Estados Unidos,
realizada por el demócrata de Kentucky en The Atlantic: “Es
como un molino de viento. Va en el sentido del viento. No tiene ningún
valor. Busca el reconocimiento, no hacer nada en particular”.
Pero también existe la izquierda con proyecto (libertario
culturalmente, emancipatorio socialmente y sustentable ambientalmente),
hoy cada vez más dispersa pero potencialmente dotada de razón
estratégica, abierta a las alianzas pero no subordinada a los poderes
constituidos, que ha podido hacer no pocas cosas con el PDC cuando ambas
fuerzas han podido compartir proyectos de cambio progresista para
Chile. Ojalá sigan haciéndolo, dando cuenta de las demandas de cambio
presentes en la sociedad. Que para eso están. O debieran estar.
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