El Poder Judicial y las Actas
- Álvaro Flores M.
- Presidente de la Asociación Nacional de Magistrados de Chile
- “Una Corte Suprema con otro poder que no sea el de ‘decir el
derecho’ es un fenómeno paranormal en términos constitucionales”.
Perfecto Andrés Ibáñez (Magistrado del Tribunal Supremo español)
A poco de iniciado el milenio, hubo un Auto Acordado vergonzoso y que tuvo una corta vida.
En plena era del internet, la era global, la de la comunicación
instantánea, cuando empezaba a asomarse el nuevo paradigma vertiginoso
de las redes sociales, la norma dictada por el Tribunal Pleno de la
Excma. Corte Suprema pretendió regular –al tiempo que restringir– la
forma en que los medios de comunicación debían abordar a los señores
ministros y ministras y cómo podían capturarse sus imágenes.
Como toda censura que se precie de tal, prohibía primero tomarles
fotografías sin autorización y regulaba la forma en que los periodistas y
fotógrafos debían aproximarse a los juzgadores.
El rito debía comenzar con el reconocible ademán de una venia,
ejecutada desde cierta distancia para –lenguaje de símbolos mediante–
lograr la aprobación o rechazo de la fotografía.
Tal regulación sería apenas una anécdota, si no fuera porque refleja
de manera inmejorable cómo opera el lenguaje del poder en el ámbito de
los tribunales y, aunque puede considerarse una desmesura bastante burda
de la inadecuación de los ministros de la época a los tiempos que
corrían (no olvidemos que el episodio gatilló la necesidad de asesoría
comunicacional del máximo tribunal), explica muy bien cómo el lenguaje
verbal y no verbal es representativo de las relaciones subordinadas que
se definen bajo esos códigos.
Estos rasgos de la cultura jerárquica perviven hoy en sus más
variadas prácticas, con matices e intensidades; donde lo ritual, lo
ceremonial y arcano gobierna las formas y modela verticalmente los
espíritus.
Hoy los Autos Acordados se llaman Actas, en un
ejercicio de mutación verbal que no tiene nada de inocente, pues
coincide con la reforma constitucional de 2005, que incorporó dentro de
las potestades de control del Tribunal Constitucional, el control
represivo de los Autos Acordados la Excma. Corte Suprema (Constitución,
93/Nº2).
Al poder no le gusta el control y –nos advierte Ferrajoli–, puede
volverse “salvaje” (en el sentido Aristotélico, del que está fuera del
alcance de las normas que se da la comunidad), por lo que en una
operación de malabarismo verbal, aparentemente inocua, la vieja y
curiosa denominación colonial, dio paso a la aséptica y formularia voz
“Acta”.
De una manera consciente o inconsciente, se ponía un tupido velo
sobre aquello que debía quedar sometido –reforma constitucional
mediante– al control de otro órgano estatal.
Pero no fue sólo un cambio de etiquetas, pues las Actas tendrían reservado un relevante papel.
“No hemos esperado al legislador”, dijo hace una década el Presidente
de la Corte Suprema Sr. Urbano Marín, en un discurso aludiendo al
proceso de hipertrofia normativa, hacia esa época, en ciernes.
Ante la pasmosa pasividad de los poderes legisladores, los Autos Acordados
(cuyos acotados alcances normativos y esfera lícita de acción en el
orden interno del servicio forma parte del conocimiento silabario de
cualquier estudiante de derecho) comenzaron a regularlo todo,
exorbitando sus límites constitucionales, invadiendo los dominios de la
ley y la esfera de resguardo de los derechos fundamentales de las
personas.
Algunos –soslayando la regulación legal vigente– exigieron que se
revelaran las relaciones sentimentales que pudieren existir entre
quienes ejercían la función jurisdiccional (privacidad); otros, crearon
tribunales y habilitaron a miembros del máximo tribunal para dictar
órdenes a los jueces en materias jurisdiccionales propias de la
competencia exclusiva de éstos (independencia y debido proceso). En
otro, se distribuyeron tareas, se asignaron nuevas funciones y se
invadió derechamente la esfera de competencias de un órgano autónomo
(Academia Judicial). Se crearon exigencias no contempladas por el
legislador (nombramientos/calificaciones), por señalar sólo un puñado.
Un sinfín de regulaciones que pisan terreno vedado a la potestad
reglamentaria del servicio, porque las materias en que han innovado son
entregadas por la Constitución al legislador ordinario y al mismo
constituyente.
Un sinfín de regulaciones, en el marco de una organización que no fue
creada para garantizar la independencia de la función jurisdiccional
como presupuesto esencial al rol del juzgador en el Estado democrático,
sino para integrar subordinadamente a un conjunto de funcionarios-jueces
y que hoy se refuerza en esa clave de control, a contrapelo de lo que
debe garantizar el orden democrático: jueces dotados de independencia
para el ejercicio de la función, como garantía individual, presupuesto
de debido proceso.
La desmesura normativa fue expresamente advertida por los Ministros
señores Ballesteros, Dolmestch, Aránguiz y señoras Egnem y Maggi,
quienes aludiendo a los temas regulados en ese cuerpo normativo
relativos a “concursos y nombramientos” señalaron que se trata de
“imponer” requisitos “ajenos a la Constitución Política de la República y
al Código Orgánico de Tribunales” (Acta 184-2014).
Con toda seguridad, por estos días, las “Actas” se aprestan a
disponer la creación de un órgano interno dedicado a cuestiones
administrativas, compuesto por ministros del máximo tribunal, creando
competencias, excluyendo a jueces de sus labores jurisdiccionales para
destinarlos en dedicación exclusiva.
En Derecho sacrificar las formas es sacrificarlo todo. El proceso, el
respeto a las reglas es absolutamente esencial, desde que es
inescindible de las finalidades que persigue y que justifican su
trascendental existencia.
Por ello, por ejemplo, a un juez le está vedado sacrificar la ley
procesal (saltarse una fase del proceso, no escuchar a una de las
partes, impedir el acceso a la prueba) so pretexto de alcanzar, con
mayor celeridad que la establecida en las normas, lo que estima es la
solución del caso.
Así gobiernan las reglas. Así se vincula al juez a la ley. Nada lo
habilita a saltárselas. Ningún prurito personal, ni siquiera una
motivación altruista o bien inspirada. Nada.
En el contexto en que el gobierno plantea una nueva Constitución, no
puede olvidarse que las Cortes Supremas y los Tribunales de Casación en
el resto del mundo occidental se concentran en aquello que mejor saben
hacer, la aplicación del derecho con fines uniformadores y les es
extraño todo lo que exorbita esos trascendentales límites. En ese
escenario puede comprenderse mejor la cita del catedrático y juez
español Perfecto Andrés Ibáñez que encabeza esta columna.
Es cierto que en Chile hay una larga tradición de maridaje de
funciones jurisdiccionales y administrativas (llamadas estas últimas
ampulosamente “de gobierno judicial”), pero a los imperativos de un
Estado democrático, en el escenario del rol esencial que le cabe a la
protección de los derechos fundamentales y de la declaración de derechos
que compete a cada tribunal en el marco de cada conflicto, no
debiéramos darnos el lujo de abocar un sólo minuto de nuestros jueces a
tareas tales como administrar edificios, llamar a licitaciones, resolver
concursos, asignar recursos, decidir contrataciones de personal,
sancionar a funcionarios y jueces mal portados, estudiar presupuestos y
planos arquitectónicos.
En rigor, podría y debería hacer un pequeño sacrificio en tal sentido
al abocar temporalmente a unos pocos (en una proporción absolutamente
marginal) a nutrir con su experiencia, conocimiento sobre la función,
sobre el servicio y sus necesidades a integrar un órgano autónomo, de
naturaleza administrativa, ocupado de tres o cuatro cosas relevantes
relativas al estatuto profesional del juez: ocupado del escaso ámbito de
lo gobernable.
Esta es la reforma que el gremio de los jueces viene reclamando hace
años. Una reforma que, más temprano que tarde, deberá instalarse en el
ágora republicano, por mucho que se la quiera reducir al impropio
contorno de las Actas.
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