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miércoles, 26 de diciembre de 2012

LA GRAN MENTIRA DE LOS NEXOS MAPUCHE-FARC: LOS COSTOS DE POLITIZAR LA SEGURIDAD


Andrés-Chadwick-
Por PanoramaNews
 “Es posible que las actuales autoridades se dejaran llevar por la impaciencia y la frustración al constatar que los tiempos políticos no iban a la par con los de la Justicia, pero eso normalmente es así y no justifica el cúmulo de desprolijidades exhibidas en este proceso. La raíz del problema radica en un pecado de origen del actual gobierno y de la derecha en general, que es haber politizado la seguridad y, paralelamente, “segurizado” la política”
- “El legajo, proporcionado por el entonces Presidente Álvaro Uribe, rondó el discurso piñerista por un tiempo, confiriéndole credibilidad a los documentos y fotografías. No obstante, éstos carecían de respaldo digital, haciendo imposible comprobar su veracidad y coincidiendo con similares entregas a otros países latinoamericanos, donde la supuesta información fue finalmente asociada a una operación de inteligencia del gobierno de Colombia”

Por Luis Marcó R, Subdirector de la Agencia Nacional de Inteligencia (ANI) 2004 – 2010

La investigación por los diversos bombazos ocurridos estos últimos años, la mayoría de los cuales iban acompañados de panfletos con consignas o referencias anarquistas, ha enfrentado la complejidad de establecer responsables que no pertenecen a estructuras orgánicas ni responden a las lógicas clásicas de grupos radicalizados. Se trata de actores antisistémicos cuyos blancos son disímiles, como se demuestra en ataques a cajeros automáticos, el frontis de la Embajada Británica, instalaciones policiales u oficinas de empresas privadas, entre otros. La sucesión de atentados ha provocado heridos circunstanciales, como un empleado municipal que encontró y trasladó un paquete sospechoso que le explotó a escasos metros o la muerte imprevista de uno de los anarquistas, al que le detonó el artefacto que llevaba en su mochila (Mayo de 2009).
Las sospechas policiales se habrían concentrado en los grupos que frecuentaba el fallecido Mauricio Morales Duarte, el joven que estudiaba en la Academia de Humanismo Cristiano y que frecuentaba casas Okupas. Las autoridades políticas durante el gobierno de la presidenta Michelle Bachelet entendían que probar la vinculación de algún sospechoso depende de un trabajo exhaustivo, algo que requiere tiempo, y que la tarea debía ser encabezada por la fiscalía. En contraste, la derecha insistía en la necesidad de establecer responsabilidades urgentes y fue construyendo un discurso en el que los bombazos eran la indicación palpable de una política de seguridad errada. Habría que decir que lo errado en este caso radica en el respeto de los procedimientos y la independencia de las instituciones.
En ese estado de cosas, aunque el hecho noticioso del denominado “caso bombas” se produce con el fallo judicial que exculpa a todos los acusados, es manifiesto que es el desarrollo del proceso judicial lo que debería generar las mayores críticas en los próximos días. Lo anterior, que resulta obvio dado los numerosos vicios de la investigación que encabezó el entonces fiscal Alejandro Peña, pareciera no estar en la memoria de varios personeros de la derecha. Esto se desprende de la única declaración realizada por el Ministro del Interior, Rodrigo Hinzpeter, en la que se remite a “no comentar” los fallos de la justicia o lo explicita el senador Juan Antonio Coloma al cuestionar directamente no sólo la resolución de los jueces, sino la tipificación del delito. Según Coloma, lo relevante sería que “…hay un divorcio entre lo que entendemos debe ser la aplicación de la Ley (por la ley antiterrorista) y la forma en que algunos jueces entienden como ésta debe aplicarse”.
La alusión de Coloma pone el acento en la decisión del tribunal, pocos días antes del fallo, de cambiar la tipificación de los eventuales delitos, por considerar que no existían méritos para acreditar acciones terroristas por parte de los imputados, ni mucho menos sostener la petición de cadena perpetua que presentó la fiscalía.
Mientras parte de la derecha se enfoca en una supuesta debilidad del tribunal, es inevitable que el grueso de las críticas se centre en la verdadera debilidad del caso, esto es, en la feble calidad de las pruebas recabadas durante la construcción del mismo y la responsabilidad del entonces fiscal Peña y las autoridades de gobierno.
Sin embargo, reducir el problema a vicios procedimentales, como estaría apuntando otro sector de la derecha encabezado por el diputado Monckeberg, con la intención declarada de justificar un respaldo irrestricto al Ministro Hinzpeter, resulta insostenible y nada realista. No se trata de simples vicios técnicos, existe responsabilidad política. Esta responsabilidad no radica exclusivamente en haber puesto el “caso bombas” como una especie de símbolo de ineficacia de los últimos gobiernos de la Concertación y, a contrario sensu, en el paradigma de una nueva administración que mostraría decisión y resultados frente a la delincuencia; tampoco en la temprana decisión del gobierno de reducir la función del Ministerio del Interior a una especie de Agencia de Seguridad; si no más bien en la continua y manifiesta intromisión del Ejecutivo en las funciones que son propias del ámbito judicial. La presión que ejerció el gobierno para que la fiscalía sustituyera al fiscal Armendáriz por Peña y los constantes llamados desde el Ministerio del Interior para lograr resultados inmediatos son hechos que, con el desmoronamiento de la acusación del caso bombas, deben penar en La Moneda.
Es posible que las actuales autoridades se dejaran llevar por la impaciencia y la frustración al constatar que los tiempos políticos no iban a la par con los de la Justicia, pero eso normalmente es así y no justifica el cúmulo de desprolijidades exhibidas en este proceso. La raíz del problema radica en un pecado de origen del actual gobierno y de la derecha en general, que es haber politizado la seguridad y, paralelamente, “segurizado” la política.
La “segurización” de la política, pese a tener un alcance relativo, tiene un punto destacable con la denuncia del entonces candidato Sebastián Piñera que, junto con los senadores Alberto Espina y Andrés Allamand, hicieron fe de supuestas informaciones extraídas del computador del líder de las FARC, Raúl Reyes, en las que se establecerían vínculos entre la guerrilla colombiana, el Partido Comunista de Chile y el movimiento Mapuche. El legajo, proporcionado por el entonces Presidente Álvaro Uribe, rondó el discurso piñerista por un tiempo, confiriéndole credibilidad a los documentos y fotografías. No obstante, éstos carecían de respaldo digital, haciendo imposible comprobar su veracidad y coincidiendo con similares entregas a otros países latinoamericanos, donde la supuesta información fue finalmente asociada a una operación de inteligencia del gobierno de Colombia.
No es claro el grado de credibilidad que los personeros de la derecha le dieron a esta “información” colombiana. El entonces Senador Allamand guardó prudente distancia del tema, a diferencia de Espina que insistió en la amenaza que se estaría gestando en la Araucanía. De cualquier forma, la cosa contribuía a acentuar las críticas sobre la supuesta mano blanda de los gobiernos Concertacionistas y a reforzar la “crisis delincuencial” que convenientemente exacerbaron los más potentes medios de prensa. De este modo, la politización de la seguridad, lograda tras una larga campaña mediática, se proyectaba un paso más allá con una supuesta amenaza externa que habría pasado inadvertida para el gobierno de la época.
Lo anterior avaló que el entonces candidato Piñera asumiera con mayor propiedad el discurso de la derecha gremialista respecto a las críticas sobre las políticas de seguridad y a la adhesión de la futura administración de endurecer las sanciones. En los códigos piñeristas esto se graficó en consignas como “la mano dura” contra los delincuentes, por un lado, y la “mano que acoge” a las víctimas de la delincuencia, por otro. Una vez asumido el gobierno, se ha hablado de la “Tolerancia Cero”, del fin “de la puerta giratoria” y otras expresiones que implícitamente critican tanto a la Justicia como a los gobiernos pasados.
Pese a las consignas de la actual administración, la politización de la seguridad tuvo efectos indeseados al rigidizar el margen de acción del gobierno en algunos casos. Un ejemplo muy claro fue la resistencia oficial ante la huelga de hambre de colectividades mapuche que demandaban la no aplicación de la ley de Seguridad del Estado. Los detenidos, en ese caso, arriesgaban largas condenas bajo el concepto que habrían cometido acciones de corte terrorista contra instalaciones particulares, durante su proceso de reivindicación de tierras ancestrales. La situación, que detonó durante el primer año del gobierno del PresidentePiñera, tuvo que escalar a una crisis humanitaria, con la intervención de la Iglesia y otros actores, para que finalmente La Moneda flexibilizara su posición. Aún así, no fueron pocos los personeros oficialistas que insistieron en el carácter terrorista de los indígenas procesados y asumieron como un costo la reconsideración de los procesos.
La sicosis sobre amenazas terroristas tuvo también otro episodio fracasado como fue la detención del Mohamed Saif Ur, un joven paquistaní que supuestamente tenía trazas de explosivos detectadas con sofisticados medios técnicos. La denuncia fue encabezada por el Ministerio del Interior, después que el joven fuese detenido de una manera muy confusa en la Embajada de Estados Unidos y entregado a Carabineros. Al margen de lo insólito del procedimiento, el proceso judicial no pudo acreditar que efectivamente existieran los rastros de material explosivo y, de hecho, se habrían producido resultados disímiles en algunos de los peritajes. Aún así, La Moneda insistió en que la falta de pruebas no constituía necesariamente inocencia y siguió en la línea de poner la seguridad como uno de sus principales centros de preocupación, por no decir, la principal de ellas. En ese sentido, fomentar nuevos miedos en la opinión pública pudo parecer funcional a las autoridades responsables, así como el problema del terrorismo islámico (en ese caso como amenaza real) fomentó una serie de restricciones a los derechos civiles en Estados Unidos.
En un escenario donde hay diversos estudios que han ido marcando un deterioro en los parámetros de la seguridad pública durante el actual gobierno, es claro que las autoridades responsables aparecen expuestas a mayores cuestionamientos tras el fracaso de un proceso que el propio Ministro del Interior sobreexpuso y consideró emblemático. No obstante, es esta apuesta mediática el indicio más revelador que la opción de las autoridades se encaminó a adoptar medidas efectistas y de corto plazo, por encima del diseño de una verdadera política pública. La insistente crítica a las políticas de seguridad de los gobiernos pasados, así como los lamentables desencuentros del Ministro Hinzpeter y el Fiscal Nacional, y del gobierno con la Corte Suprema, son los costos de haber politizado la seguridad y no haber asumido que se trata de una tarea esencialmente cooperativa y convocante.
Las reacciones del gobierno después de conocido el fallo este viernes pasado, apuntan a socializar el fracaso. En rigor, la fiscalía tiene mucho que decir al respecto, pero la falta de rigurosidad a lo largo del proceso fue estimulada y avalada por las autoridades de Interior, desde el momento que presionaron por resultados en forma precipitada y profusamente expuesta a los medios. Es posible que las actuales autoridades intenten desplazar los costos políticos presentando nuevos recursos ante la Justicia, pero el destino del caso, de no mediar antecedentes concretos y nuevos, no debiera tener resultados muy diferentes a los conocidos. La conclusión es que el estilo impuesto por esta administración en materia de seguridad seguirá mostrando vulnerabilidades severas, más aún si las autoridades competentes se mantienen reacias a asumir sus responsabilidades y decididas a persistir en los mismos criterios que han llevado a este estrepitoso descalabro. Dicho sea de paso, esta persistencia solo conduce a erosionar el quehacer policial, de la fiscalía, de los tribunales de Justicia, del Consejo de Defensa del Estado y del propio Ministerio del Interior.

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